El buen juicio (cuento corto)


Pase a declarar el acusado al estrado, sentenció el juez Ricardo, con voz de tono autoritario y enérgico. Antes que nada su señoría, yo, Ricardo, en pleno uso de mis facultades mentales, quiero manifestar mi más total inocencia con respecto a los cargos por los cuales me encuentro acusado. ¡Protésto! Exclamó el querellante, también con la misma socarrona voz que el juez. Asimismo el abogado defensor de Ricardo, el reconocido doctor Ricardo, apartó por un momento a Ricardo, y lo increpó diciéndole que eso de jactarse de estar en pleno uso de sus facultades mentales, no le convenía, ya que el conocía al juez Ricardo, y que éste hubiera sido quizás mas indulgente al sentenciarlo eventualmente en caso de alegar alguna demencia temporal, o embriaguez, o trastornos momentáneos de los sentidos. Ricardo contestó: No se haga problema doctor Ricardo, yo lo conozco al gil este, siempre de entrada se hace el serio y el inflexible, y después, al final cuando se da cuenta de que el también es yo, me perdona cualquier acción, por mas grave y dolosa que parezca y al final pasamos siempre a otra cosa.
- Créeme Ricardo, esta vez va a ser distinto, no se que le pasa a este tipo últimamente, esta desconocido, hasta la mujer se sorprende al verlo tan cambiado.
- ¡A que te referís che, me estas empezando a asustar, y ahora el que se esta poniendo nervioso soy yo, Ricardo.
-Y si mira…
Y en eso estaban cuando el juez Ricardo volvió a exclamar con voz más fuerte que antes:-Basta, o voy a hacer desalojar la sala y lo voy a juzgar en ausencia joven.
El querellante siguió con su alegato diciendo: Hay pruebas de sobra su señoría para condenar al acusado a la pena máxima y brindarle a esta sociedad una sentencia ejemplificadora para que éstos actos de tan extrema gravedad no vuelvan a repetirse jamás. Hete aquí las imágenes mentales que se suceden una y otra vez en la perturbada conciencia de este deleznable sujeto. En ellas puede observarse como esta bestia, ya que otro calificativo no le haría honor a su crueldad, atropelló y mató a una inocente criatura resguardándose en las soledades y el anonimato que le daban las desérticas calles de aquella remota provincia por donde pasó hace tantos años y luego sin el mas pequeño de los remordimientos huyó del lugar dejando a ese inocente ser yaciendo en el pavimento. Ricardo comenzó a temblar, las imágenes eran tan reales y precisas, que todo su cuerpo empezó a escalofriársele, ya, a esa altura había empezado a dudar de la indulgencia del juez Ricardo. Luego se sucedieron las imágenes, también de un asombroso realismo de Ricardo en el lavadero de autos tratando de borrar todo rastro de aquello y argumentándole al dueño del establecimiento, un ignorante provinciano, según el creyó, que había embestido a un animal salvaje. Hasta aquí, ciertamente, Ricardo podría haber soportado, a duras penas, y como regularmente lo hacia, toda esta andanada de recuerdos, mas, lo que realmente lo perturbó completamente, fue imaginarse a los padres de aquella pequeñita, y su reacción al encontrar su trémulo cuerpecito. Terminada la manifestación de la querella, el juez Ricardo citó al testigo más importante, y al que sin duda seria determinante en el curso de los acontecimientos, el propio señor Ricardo en persona. Contrariamente a lo que Ricardo había pensado que sucedería , Ricardo ratificó todo lo dicho por la querella, y desorbitado, pidió el máximo castigo. El juez Ricardo entonces pasó a cuarto intermedio, y prometió volver con la sentencia. Ricardo pensó: Éste es el fin, que otra cosa más puede pasarme, sino recibir la condena que me merezco, y que vengo esquivando desde hace tantos años. Que se ponga de pie el acusado, dijo el secretario Ricardo. Será leída a continuación la sentencia, que tendrá el carácter de inapelable e irrevocable. Su excelencia, el juez Ricardo se declara incompetente para fallar en éste asunto, y solo ordena a Ricardo a dirigirse a los tribunales ordinarios de su jurisdicción para ser juzgado por los demás mortales, y así tratar de que su atribulada álma reciba la paz y el descanso eterno que al fin y al cabo se merece. Al día siguiente Ricardo, arrepentido de haberse entregado, trataba de fraguar la investigación desde la oscura y mal oliente prisión en donde había quedado encarcelado.

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